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LOS CONTORNOS DEL MUNDO DE LA POS-GUERRA FRÍA
[La burguesía] obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía o a perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.
MARX Y ENGELS, El manifiesto comunista (1848)
En el momento en que dichos descubrimientos tuvieron lugar, la superioridad de fuerzas resultó ser tan grande en el lado de los europeos que fueron capaces de cometer impunemente en esos remotos parajes toda clase de injusticias. Es posible que de aquí en adelante los nativos de esos países se fortalezcan y los de Europa se debiliten, y los habitantes de todo el mundo arriben a ese equilibrio de fuerza y valor que, al inspirar el temor recíproco, es lo único que puede abrumar la injusticia de las naciones independientes y conducirlas a alguna clase de respeto por los derechos de las demás. Y nada puede lograr ese equilibrio de fuerzas mejor que la mutua comunicación de conocimientos y de toda clase de mejoras que naturalmente se genera mediante un intenso comercio entre todas las naciones.
ADAM SMITH, La riqueza de las naciones (1776)
1.1. EL CAPITALISMO COMO EL ÚNICO SISTEMA SOCIOECONÓMICO
Empiezo el presente capítulo con dos citas. La primera, de Karl Marx y Friedrich Engels, tiene unos ciento setenta años de antigüedad; la segunda, de Adam Smith, tiene casi doscientos cincuenta. Estos dos pasajes de sendas obras clásicas de economía política reflejan, mejor quizá que cualquier otra escrita en la actualidad, la esencia de dos cambios por los que está pasando el mundo y que son capaces de marcar toda una época. Uno es el establecimiento del capitalismo no solo como sistema socioeconómico dominante, sino como único sistema del mundo. El segundo es el reequilibrio del poder económico entre Europa y Norteamérica por un lado y Asia por otro, debido al auge experimentado por esta última. Por primera vez desde la Revolución industrial, las rentas de los habitantes de estos tres continentes son cada vez más similares entre ellas, volviendo más o menos a los mismos niveles relativos que tenían antes de la Revolución industrial (ahora, por supuesto, a un nivel absoluto y mucho más elevado de renta). En términos de historia universal, el dominio único que ejercen el capitalismo y el renacimiento económico de Asia constituyen desarrollos muy notables, que quizá estén relacionados.
El hecho de que todo el planeta opere actualmente según los mismos principios económicos —producción organizada con vistas a la obtención de beneficios utilizando mano de obra asalariada libre desde el punto de vista jurídico y en su mayoría capital privado, con coordinación descentralizada— carece por completo de precedentes históricos. En el pasado, el capitalismo, ya fuera en el Imperio romano, en la Mesopotamia del siglo VI, en las ciudades Estado de la Italia medieval o en los Países Bajos de la Edad Moderna, tuvo siempre que coexistir —a veces dentro de la misma unidad política— con otras formas de organización de la producción. Entre ellas estaban la caza y la recolección, la esclavitud (de distintos tipos), la servidumbre (en la que los trabajadores estaban jurídicamente vinculados a la tierra y tenían prohibido servir a otros) y la producción de mercancías simples llevada a cabo por artesanos independientes o agricultores a pequeña escala. Incluso en época tan reciente como hace apenas un siglo, cuando apareció la primera encarnación del capitalismo global, el mundo seguía incluyendo todos esos modos de producción. Tras la Revolución rusa, el capitalismo se repartió el mundo con el comunismo, que imperaba en una serie de países que comprendían una tercera parte de la población. Hoy día no queda nada más que el capitalismo, excepto en zonas muy marginales que no tienen la menor influencia sobre la evolución mundial.
La victoria global de este sistema tiene muchas implicaciones que ya fueron previstas por Marx y Engels en 1848. El capitalismo facilita a nivel internacional —e incluso lo anhela cuando los beneficios obtenidos en el exterior son superiores a los obtenidos en el ámbito nacional— el intercambio de mercancías, el movimiento de capitales y, en algunos casos, hasta el movimiento de la mano de obra. Así pues, no es una casualidad que cuando más se desarrollara la globalización fuera en el periodo comprendido entre las Guerras Napoleónicas y la Primera Guerra Mundial, cuando dominó en gran medida el capitalismo. Y tampoco es una casualidad que la globalización de hoy día coincida con el éxito incluso más absoluto del capitalismo. Si el comunismo hubiera triunfado sobre aquel, no cabe prácticamente duda alguna de que, a pesar del credo internacionalista profesado por sus fundadores, no habría desembocado en la globalización. Las sociedades comunistas eran mayoritariamente autárquicas y nacionalistas, y a escala internacional había en ellas solo un mínimo movimiento de mercancías, de capitales y de mano de obra. Incluso dentro del bloque soviético, las actividades comerciales se llevaban a cabo solo con el fin de vender los excedentes de la producción o con arreglo a los principios mercantilistas de las negociaciones bilaterales. Y eso es completamente distinto del capitalismo, que, como señalaban Marx y Engels, tiene una tendencia intrínseca a expandirse.
El dominio incontestado del modo de producción capitalista tiene su equivalente en el criterio ideológico igualmente incontestado que considera que el lucro no solo es respetable, sino que es el objetivo más importante de la vida del individuo, un incentivo que entienden las personas de todos los rincones del mundo y de todas las clases sociales. Puede que cueste trabajo convencer de algunas de nuestras creencias, de nuestras preocupaciones y de nuestras motivaciones a alguien que se diferencia de nosotros por su experiencia de vida, por su género, por su raza o por sus orígenes y su formación, pero esa misma persona comprenderá con toda facilidad el lenguaje del dinero y del lucro. Si le explicamos que nuestro objetivo es conseguir el mejor trato posible, será capaz de determinar sin ningún esfuerzo si la mejor estrategia económica a seguir es la cooperación o la competitividad. El hecho de que (por usar la terminología marxista) la infraestructura (la base económica) y la superestructura (las instituciones políticas y judiciales) estén tan bien alineadas en el mundo actual no solo contribuye a que el capitalismo global mantenga su hegemonía, sino también a que los objetivos de las personas sean más compatibles y que la comunicación entre ellas sea más clara y más fácil, pues todo el mundo sabe qué es lo que persigue la otra parte. Vivimos en un mundo en el que todas las personas siguen las mismas reglas y entienden el mismo lenguaje de la obtención de beneficios.
Ante una afirmación tan radical es preciso hacer algunas salvedades. De hecho, hay comunidades pequeñas dispersas por el mundo que rechazan el lucro, y algunos individuos que lo desdeñan. Pero no influyen en el carácter de los acontecimientos ni en la marcha de la historia. No debería pensarse que la tesis de que las creencias y los sistemas de valores individuales están alineados con los objetivos del capitalismo implica que todas nuestras acciones están movidas enteramente y en todo momento por los beneficios. A veces las personas llevan a cabo acciones que son altruistas de verdad, o que persiguen otros objetivos. Pero para la mayoría de nosotros, si valoramos esas acciones por el tiempo empleado o el dinero gastado en ellas, lo cierto es que apenas desempeñan un papel muy pequeño en nuestras vidas. Del mismo modo que es un error llamar «filántropos» a los multimillonarios que adquieren una fortuna enorme por medio de prácticas reprensibles y luego ceden una reducida parte de su riqueza, también es un error destacar el pequeño subconjunto de acciones altruistas que realizamos e ignorar el hecho de que quizá pasamos el 90 por ciento de nuestra vida consciente realizando resueltos actividades cuyo objetivo es mejorar nuestro nivel de vida, fundamentalmente ganando dinero.
Esta alineación de los objetivos de los individuos con los del sistema constituye un grandísimo éxito conseguido por el capitalismo, que analizaré más a fondo en el capítulo 5. Sus partidarios incondicionales explican ese éxito como consecuencia de la «naturalidad» del capitalismo; esto es, el supuesto de que este sistema refleja a la perfección nuestra personalidad innata, nuestro deseo de comerciar, de ganar dinero, de esforzarnos por alcanzar unas condiciones económicas mejores y una vida más placentera. Pero no creo que, aparte de ciertas funciones primarias, sea exacto hablar de deseos innatos, como si existieran independientemente de las sociedades en las que vivimos. Muchos de esos deseos son producto de la socialización en el marco de aquellas, y, en este caso, en el marco de las sociedades capitalistas, que son las únicas que existen.
Es una idea añeja, sostenida por autores tan distinguidos como Platón, Aristóteles y Montesquieu, afirmar que un sistema político o económico mantiene una relación armónica con los valores y comportamientos predominantes de una sociedad. Y desde luego es cierto en lo que concierne al sistema actual. El capitalismo ha conseguido un éxito notable a la hora de transmitir sus objetivos a la gente, empujándola a adoptar sus fines o convenciéndola de ello y alcanzando así una concordancia extraordinaria entre lo que él exige para su expansión y las ideas, los deseos y los valores de las personas. El capitalismo ha tenido mucho más éxito que sus competidores a la hora de crear las condiciones que, según el especialista en filosofía política John Rawls, son necesarias para asegurar la estabilidad de cualquier sistema, a saber: que en sus acciones cotidianas los individuos manifiesten y de paso refuercen los valores generales en los que se basa el sistema social.
No obstante, el dominio del mundo ejercido por el capitalismo se ha logrado con dos tipos distintos de este: el capitalismo meritocrático liberal que ha venido desarrollándose gradualmente en Occidente a lo largo de los últimos doscientos años (analizado en el capítulo 2) y el capitalismo político o autoritario dirigido por el Estado ejemplificado por China, pero que existe también en otros países de Asia (Singapur, Vietnam, Birmania) y algunos de Europa y África (Rusia y los países del Cáucaso, Asia Central, Etiopía, Argelia y Ruanda) (analizado en el capítulo 3). Como ha sucedido muy a menudo en la historia de la humanidad, la ascensión y el aparente triunfo de un sistema o de una religión van seguidos inmediatamente de una especie de cisma entre las diversas variantes del mismo credo. Tras su victoria por todo el Mediterráneo y Oriente Próximo, el cristianismo experimentó una serie de feroces disputas y divisiones ideológicas (la más notable de las cuales fue la escisión entre la ortodoxia y el arrianismo), y al final se produjo el primer gran cisma entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente. No muy distinto fue el destino del islam, que casi justo después de sus vertiginosas conquistas se dividió en dos ramas, la sunita y la chiita. Y por último, el comunismo, el rival del capitalismo durante el siglo XX, no se mantuvo mucho tiempo como un sistema monolítico, y se dividió en dos versiones, la que capitaneaba la Unión Soviética y la de China. La victoria global del capitalismo no es, en este sentido, muy distinta: se nos presentan dos modelos que se diferencian no solo en la esfera política, sino también en la económica y, en un grado mucho menor, en la social. Y creo que es bastante improbable que, suceda lo que suceda en la competición entre capitalismo liberal y capitalismo político, un solo sistema acabe dominando todo el planeta.
1.2. LA ASCENSIÓN DE ASIA Y EL REEQUILIBRIO DEL MUNDO
El éxito económico del capitalismo político es la fuerza que se esconde tras el segundo desarrollo notable al que hacíamos referencia anteriormente: la ascensión de Asia. Si bien es verdad que no se ha debido solo a aquello: países capitalistas liberales como la India e Indonesia también están creciendo con mucha rapidez. Pero no cabe la menor duda de que la transformación histórica de Asia está siendo encabezada por China. Este cambio, a diferencia de la ascensión del capitalismo a la supremacía global, tiene un precedente histórico en el sentido de que vuelve a situar la distribución de la actividad económica de Eurasia más o menos en la posición que se daba antes de la Revolución industrial. Pero lo hace con un toque especial. Mientras que los niveles de desarrollo económico de la Europa occidental y de Asia (China) eran más o menos los mismos en los siglos I y II, por ejemplo, o en los siglos XIV y XV, una y otra parte del mundo por entonces apenas interactuaban entre ellas y en general no tenían conocimiento una de otra. En realidad, actualmente sabemos mucho más acerca de sus niveles relativos de desarrollo que lo que sabían en su momento los hombres de la época. En cambio, hoy día la interacción entre ambas regiones es intensa y continua. Sus niveles de renta son además muy superiores. Ambas partes del mundo, la Europa occidental y sus vástagos de América del Norte, y Asia, que entre las dos dan cabida al 70 por ciento de la población del planeta y al 80 por ciento de la producción mundial, se hallan en contacto constante a través del comercio, las inversiones, la circulación de personas, el intercambio de tecnologías y el de ideas. La rivalidad resultante entre ambas regiones es más intensa de lo que lo habría sido de no ser así, porque los sistemas, aunque similares, no son idénticos. Y así es al margen de que esa rivalidad se produzca a propósito, de que haya un sistema intentando imponerse sobre el otro y sobre el resto o de que simplemente, por ejemplo, un sistema sea copiado con más alacridad que el otro por el resto del mundo.
El reequilibrio geográfico está poniendo fin a la superioridad militar, política y económica de Occidente, una superioridad que ha sido dada por descontada durante los dos últimos siglos. Nunca en la historia la superioridad de una parte del mundo sobre otra había sido tan grande como la de Europa sobre África y Asia durante el siglo XIX. Esa superioridad se puso de manifiesto sobre todo en las conquistas coloniales, pero se vio reflejada también en las desigualdades entre las rentas de una y otra parte del mundo y, por tanto, en la desigualdad de ingresos existente entre todos los habitantes del planeta, que podemos calcular con una precisión relativa a partir de 1820, como se encarga de ilustrar la figura 1. En esa gráfica, y a lo largo de todo el libro, la desigualdad se mide utilizando el llamado coeficiente de Gini, cuyos valores van de 0 (desigualdad nula) a 1 (máxima desigualdad). (Este índice se expresa a menudo como un porcentaje en el que cada punto porcentual se denomina punto Gini.)
FIGURA 1. Estimación de la desigualdad global de la renta, 1820-2013.
PGM = Primera Guerra Mundial; SGM = Segunda Guerra Mundial; RI = Revolución industrial; TIC = Tecnologías de la información y la comunicación. Fuente: Los datos correspondientes al periodo 1820-1980 están basados en Bourguignon y Morrison (2002), cuyos PIB per cápita han sido sustituidos por los nuevos datos del Maddison Project (2018). Los datos correspondientes a 1988-2001 están basados en Lakner y Milanovic (2016) y en la actualización que he hecho yo mismo. Todas las rentas están en dólares PPA (paridad de poder adquisitivo) de 2011 (la ronda más reciente del Programa de Comparación Internacional en el momento de escribir el libro en 2018). Para los detalles técnicos adicionales, véase el apéndice C.
Antes de que se produjera la Revolución industrial en Occidente, la desigualdad global era bastante moderada, y se debía a las diferencias existentes entre individuos que vivían en las mismas naciones casi tanto como a las existentes entre las rentas medias de los que vivían en naciones distintas. Esta situación cambió de forma espectacular con la ascensión de Occidente. La desigualdad global aumentó casi continuamente desde 1820 hasta poco antes de que diera comienzo la Primera Guerra Mundial, pasando desde los 55 puntos Gini (más o menos el nivel de desigualdad actual en los países latinoamericanos) hasta poco menos de los 70 (un nivel de desigualdad superior al que se da en Sudáfrica hoy día). La subida de los niveles de renta en Europa, Norteamérica y posteriormente en Japón (unida el estancamiento experimentado por China y la India) impulsó en su mayor parte ese aumento de la desigualdad, aunque el que experimentaban las rentas dentro de los países de lo que estaba convirtiéndose en el primer mundo también tuvo algo que ver. Después de 1918 se produjo una breve disminución de la desigualdad global causada por lo que —en el amplio marco en el que operamos— parece que fueron los baches de la Primera Guerra Mundial y de la Gran Depresión, momentos en los que las rentas de los países de Occidente no aumentaron.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, la desigualdad global se hallaba en el nivel más alto alcanzado nunca, en torno a los 75 puntos Gini, y siguió así hasta la última década del siglo XX. Durante todo ese tiempo la brecha existente entre Occidente y Asia —China y la India en particular— no siguió ensanchándose, y la independencia de la India y la revolución china fueron sentando las bases para el crecimiento de estos dos gigantes. Ambos países mantuvieron así sus respectivas posiciones para con Occidente desde finales de la década de 1940 hasta comienzos de los años ochenta. Pero esas posiciones se hallaban muy inclinadas a favor de los países ricos: el PIB per cápita tanto de la India como de China era menos de una décima parte del de los países occidentales.
La desigualdad en materia de rentas empezó a cambiar, y además de forma espectacular, a partir de los años ochenta. Las reformas introducidas en China condujeron a un crecimiento anual de alrededor del 8 por ciento per cápita durante los siguientes cuarenta años, reduciéndose así notablemente la distancia que la separaba de Occidente. Hoy día, el PIB per cápita de China se encuentra más o menos a un 30-35 por ciento del nivel de Occidente, el mismo punto en el que estaba en torno a 1820, y muestra una clara tendencia a seguir subiendo (con respecto a Occidente); es muy probable que continúe haciéndolo hasta el momento en el que las rentas de unos y otros sean muy similares.
La revolución económica de China vino seguida por una aceleración parecida del crecimiento en la India, Vie