Tirarse a la piscina

Anabella Shaked
Anabella Shaked

Fragmento

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Introducción

Lo que una persona puede ser, debe serlo.

 

ABRAHAM MASLOW

Muchísimas personas viven muy por debajo de sus potencialidades y no alcanzan a desarrollar sus posibilidades o aspiraciones personales, amorosas, familiares, profesionales, económicas, morales o ideológicas. Con este libro trataremos de comprender el fenómeno de la evitación tomando como referencia el supuesto de que el ser humano tiene capacidad de elección y de generar cambios haciendo uso de su propia fuerza creativa.

La evitación es una huida parcial o total del cumplimiento de tareas, de la resolución de problemas, del enfrentamiento con los desafíos y de la realización de sueños y objetivos. En este libro me propongo explicar que su origen no radica en la haraganería o en una negativa personal para aportar al conjunto social. La evitación es una estrategia defensiva que apunta a resguardar el sentimiento de autoestima de una persona en una sociedad triunfalista y competitiva en la que el cumplimiento de expectativas exageradas es condición para obtener el aprecio de los demás.

Cuando la competición se torna insoportable muchos prefieren eludir toda acción antes que fracasar. Luego podrán decirse a sí mismos: «Si hubiera querido competir, habría triunfado». Por lo tanto, evitar enfrentamientos los pone a salvo, en el caso de fracasos eventuales, de heridas en la autoestima, a pesar de otros costes que deberán afrontar. Hablamos de una sociedad que, en lugar de estimular en las personas el afán de actividad y de canalizar esfuerzos en pos de metas asequibles, las sume en la desesperación y la desidia.

Este libro le propondrá a la persona evasiva un camino para encarar, de manera activa, su actuación en el mundo y su realización personal. La comprensión del fenómeno de la evitación, tal como se presentará en estas páginas (comenzando por las fuentes y las diversas manifestaciones, e incluyendo los métodos para superarla) se basa en la teoría psicológica de Alfred Adler y en el trabajo de sus continuadores. Este volumen se escribió a la sombra de un gigante y está basado en su legado. En especial, me he apoyado en las ideas de Rudolf Dreikurs (una de cuyas principales contribuciones fue el desarrollo del sistema adleriano para la crianza infantil) y de Zivit Abramson, con quien tuve la suerte de estudiar durante muchos años. A raíz de un profundo estudio de los escritos de Adler, Abramson desarrolló un modelo actualizado e integral para la comprensión de la neurosis y su terapia. La conceptualización de la evitación que se desarrolla en este libro se basa en este modelo de Abramson.

Alfred Adler (1870-1937) fundó la escuela de la psicología individual, que destacó la existencia de la fuerza creativa y de la libertad de elección.[1] Sus ideas (en su momento revolucionarias) acerca de la naturaleza humana y sobre el origen de los trastornos mentales y las disfuncionalidades están hoy ampliamente aceptadas. Además de haber desarrollado la psicología individual, las ideas de Adler hallan su expresión en las tendencias más avanzadas de la psicología, entre ellas la terapia humanista, la terapia cognitivo-conductual, la terapia de esquemas, la terapia narrativa, la teoría del apego, la relativista, las teorías intersubjetivas, la terapia existencial y la psicología positiva.

Adler creía que el ser humano es una criatura social y holística, y que toda acción que lleve a cabo (espiritual o física) está destinada a lograr sentido de pertenencia, significado y aprecio. A veces esta «acción» es la evitación y se expresa en la huida del enfrentamiento con las tareas y los desafíos. Adler denominó «neurosis» a este fenómeno y le dedicó una parte importante de sus escritos.[2]

En la huida que supone la evitación del fracaso, Adler distinguió dos errores fundamentales de pensamiento. El primero es verse a uno mismo como inferior en particular y en comparación con los demás: no somos lo bastante buenos, carecemos de valor o no servimos. El segundo es la idea de que para valer debemos ser perfectos, maravillosos, especiales o, en una palabra, que debemos ser «más».

Según explica Adler, cuando una persona siente que no es lo bastante valiosa tiende a plantearse objetivos compensatorios de superioridad: la exigencia de ser, en algún aspecto, el mejor, el más especial, perfecto. Una vez establecida la meta de perfección, alcanzarla se transforma en la condición para la propia estima. Mientras no alcanza esta meta, la persona se siente inferior. Mide su propio valor en relación con un objetivo no realista que se planteó a sí mismo y no en función de la realidad.

La teoría de Adler ofrece una interpretación amplia y profunda acerca de la naturaleza del ser humano. Basándose en esta interpretación desarrolló métodos y técnicas de psicoterapia para tratar el sufrimiento mental y la disfunción. El método adleriano es también un sistema educativo que ante todo intenta prevenir el desarrollo de problemas mentales y promueve la igualdad social (en el entendimiento de que estos trastornos aparecen en un contexto social). Estos objetivos se logran mediante la orientación de padres y educadores, y estimulando el activismo social.

Uno de los grandes pioneros en el terreno de la orientación de los padres fue Rudolf Dreikurs, quien expresó este método pedagógico en el libro que en mi opinión es el más importante que se haya escrito en esta disciplina: Niños: el desafío.[3] En la tercera parte del presente volumen expondré las ideas de Dreikurs y de otros en referencia a la orientación parental, en concordancia con los desafíos que implica la crianza en nuestro tiempo. Dreikurs visitó Israel en numerosas ocasiones. Entrenó a un equipo de profesionales que en el año 1963 crearon el Instituto Adler, que educa y certifica profesionales en el área de la orientación parental, la psicoterapia y el coaching. La misión del instituto es la mejora de la sociedad por medio del uso y la difusión de la psicología individual de Alfred Adler. Como egresada cum laude de este centro, este libro es mi modesta contribución a ese esfuerzo.

Según la psicología individual de Adler, la vida es movimiento. Este movimiento está encaminado hacia la superación, el desarrollo y el control (mastering). La naturaleza humana se caracteriza por la aspiración permanente a sobrevivir, reproducirse y prosperar. Para lograrlo, el ser humano invierte esfuerzos en pasar de estados percibidos como negativos a otros que percibe como positivos: de menos a más.

En ocasiones, la aspiración por alcanzar la perfección reemplaza esta aspiración natural y necesaria aún por desarrollarse. Dado que la perfección es un ideal de concreción imposible, siempre habrá una distancia entre lo deseado y lo obtenido, esto es: entre la vida de la persona y lo que pretende y desea ser o hacer. Uno puede experimentar de dos maneras esa tensión entre lo deseado y lo obtenido: como extremos que pueden acercarse o como polos separados por un abismo infranqueable y permanente. La manera en la que uno experimenta esta brecha determinará su manera de enfrentarse a sus sensaciones de carencia.

Una distancia mínima o razonable entre lo deseado y lo obtenido es un estímulo para la motivación, que es la voluntad y el deseo de actuar, el impulso de reunir la energía y los recursos necesarios para reducir más aún esa distancia. La persona se plantea un objetivo, planifica cómo alcanzarlo y da los pasos requeridos para ello. Así, el sujeto crece y amplía su mundo interior mediante la adquisición de saberes, vivencias y la acumulación de experiencias que lo mejorarán a él, su vida, su entorno y también a otros. En cambio, si esta distancia se percibe como excesiva, la persona puede desarrollar expectativas exageradas, impracticables e imposibles de lograr, tanto para él como para los demás (como la aspiración a ser perfecto).

En ese caso, la tensión entre lo existente y el ideal no se transforma en un desafío emocionante, sino en un desánimo frustrante. En muchas ocasiones, plantearse objetivos imposibles le impide a la persona la consecución de metas realistas. Así, por ejemplo, se comporta de manera insuficiente con su familia o en su lugar de trabajo; o no trabaja, no establece lazos de amistad, no ama ni es amado, no aporta a la sociedad ni a los demás, ni siquiera a los que más quiere.

Todos, en alguna ocasión, hemos eludido enfrentarnos a determinados retos o los hemos postergado para algún futuro incierto. Tenemos listas de tareas para llevar a cabo y aun así las dejamos de lado. Contamos con aspiraciones y deseos distintos, pero no siempre ponemos en marcha las acciones necesarias para alcanzarlos. En consecuencia, muchas veces nos consideramos holgazanes, débiles de carácter, faltos de voluntad o ineptos para administrar nuestro tiempo. Sin embargo, todas estas explicaciones de la evitación son incorrectas. La evitación es una estrategia creativa para la salvaguardia de la autoestima, un comportamiento que nos protege de la posibilidad del fracaso.

Hay distintos niveles en cuanto a la gravedad de la evitación: desde una evitación puntual en un área y un momento determinados, como puede ser la postergación de la entrega de algún documento, hasta la evasión casi absoluta de lo que Adler llamó «tareas vitales»: trabajo, amistad y amor. La evitación es una opción efectiva y coherente en muchas situaciones. Es correcto evitar las batallas perdidas, las relaciones tóxicas y, por supuesto, los hábitos nocivos. En ocasiones, la ganancia que deja la evitación (la comodidad, por ejemplo) compensa la pérdida. Pero en innumerables casos las sensaciones de protección y de alivio que proporciona la evitación suponen pagar un alto precio a largo plazo.

Estamos muy ocupados (la mayor parte del tiempo de manera inconsciente) en la preservación de nuestra autoestima y en protegernos de la vergüenza, la humillación o el rechazo. En más de una ocasión esta defensa se logra tomando distancia de todo lo que pueda amenazarnos. A veces reprimimos nuestro deseo de llegar a ser una mejor versión de nosotros mismos, otras veces nos negamos a experimentar vivencias que anhelábamos o postergamos acciones que consideramos importantes. Es esta reducción la que nos protege —o parece protegernos— de tener que reconocer nuestras debilidades y defectos, o de su exposición ante los demás.

Pero el precio que pagamos por esta protección es muy alto y lleva aparejada la reducción del ser humano singular que somos, la disminución de nuestra interacción, la participación y la contribución a la sociedad. Esta merma se ve acompañada de sentimientos negativos: amargura, aburrimiento, frustración, apatía, envidia y depresión. Evitar la acción atenta contra la confianza personal hace que baje la autoestima y, en definitiva, genera una sensación de desperdicio, de desaprovechamiento de la vida (definida por Nira Kfir como «el cáncer de la vida espiritual», en su libro Como círculos en el agua).

Abandonar las acciones en las que no tenemos el éxito asegurado es contrario a la aspiración natural a expresar nuestro potencial. La motivación por enfrentarnos a desafíos, superar dificultades y obstáculos para llegar al dominio de alguna capacidad o a la expresión de un talento o vocación es propia del ser humano. Sin ella no habríamos podido sobrevivir ni prosperar como especie. Esta motivación es fácilmente observable en bebés o niños pequeños, que se emplean con todas sus energías para expresar sus capacidades. ¿Alguien ha visto alguna vez a un bebé desmotivado? Solo en casos extremos de descuido o enfermedad podremos ver bebés indiferentes o apáticos.

El espíritu de esta época en la que, para ser valorado, todo debe ser especial o «fantástico» influye muchísimo en la generación de aspiraciones exageradas y, en consecuencia, en el desarrollo de sentimientos de inferioridad. Muchos nos sentimos inferiores al medirnos según parámetros no realistas. También el consentimiento, tan difundido en nuestros días como método pedagógico en la crianza, genera en el niño la falsa promesa de que todo en la vida debería ser placentero, fácil y cómodo. Con ese nivel de expectativas, la decepción está garantizada. Optar por la evitación —proponiéndose metas que no se ajustan a la realidad— es un fenómeno muy difundido. Hay quienes lo atribuyen a las características de la Generación Y, pero no se trata de algo que pueda circunscribirse a los jóvenes de hoy. Es un fenómeno ya conocido y que caracteriza a casi todos los que huyen (total o parcialmente) del cumplimiento de funciones vitales como trabajar, formar amistades, pareja y familia o participar de la sociedad.

Durante mis años de práctica como terapeuta he encontrado a muchos hombres y mujeres que estaban perfectamente capacitados para enfrentarse a los desafíos cotidianos y vivir vidas plenas, significativas y útiles. Aun así, elegían la evitación y el consecuente acompañamiento de sufrimiento espiritual como estrategia para conservar la autoestima. Asimismo, la experiencia de muchos años en orientación de padres me reafirmó la importancia del problema de la evitación.

En muchas ocasiones sentí que no podía ayudar a los pacientes, a los padres o a los jóvenes «evitadores»,(1) en especial debido a la negativa por parte de los evitadores a renunciar a sus aspiraciones no realistas o, en otras palabras, debido a la enorme dificultad que implica aceptar que no deben (y que tampoco pueden) ser extraordinarios o fuera de lo común. La sensación de estancamiento en esas terapias me condujo a profundizar en el fenómeno de la evitación y a buscar nuevos métodos terapéuticos. Así surgió este libro: tomando como referencia la experiencia, el estudio y la investigación.

¿A quién está destinado este libro?

Este libro está destinado a todo aquel que experimenta la sensación de haber desaprovechado oportunidades, a quien se ha dicho a sí mismo «no es esto lo que buscaba» en por lo menos un área significativa de su vida. Apunta a los que se dicen «quiero o debo hacer algo importante» (para ellos mismos o para su círculo íntimo), pero no lo hacen. Me dirijo también a cualquier persona que dude de su propia valía, que tenga dificultades para tomar decisiones o que tienda a posponer las cosas.

Todo ser humano incurre alguna vez en evitaciones. La pregunta es cuál es la medida y cuánto dura esta evitación y hasta qué punto hay interés en cambiar esta circunstancia. Evitar llevar a cabo las tareas, enfrentarse a desafíos o concretar deseos conduce a un deterioro crónico del estado de ánimo. La evitación es uno de los sustentos de los sentimientos de depresión, frustración, aburrimiento, miedo, ira, sinsentido, pérdida u otros sufrimientos emocionales y espirituales. Así, comprender los mecanismos de la evitación nos brinda la oportunidad de revisar si nuestra existencia se caracteriza por la huida y el deterioro de uno mismo, y nos ayuda a adoptar un modo de vida basado en el movimiento, en la participación activa en el juego de la vida.

Como ya hemos mencionado, la evitación es una estrategia creativa para preservar la percepción de la valía propia. Quizá esta estrategia les haya resultado útil, pero a medida que pasan los años su coste se incrementa hasta límites que pueden volverse desproporcionados e inaceptables. Existe la posibilidad de hallar una estrategia superadora que, por un lado, aporte capacidad de respuesta a desafíos, de resolución de problemas y de concreción de objetivos, y que por otro lado preserve la autoestima. Sin embargo, si no avanzamos hacia la participación, el resultado será una merma progresiva de la creencia en las propias potencialidades de cambio y un incremento cada vez mayor del sufrimiento.

La huida y la postergación de tareas desafiantes son respuestas muy arraigadas en los evitadores; por eso mismo la lectura de este libro, que intenta despertar nuestra consciencia y llamar a la acción contra estos hábitos, puede provocar cierto rechazo. Por lo tanto, si se ven tentados a abandonar la lectura, sepan que se trata de algo natural, dado que para cambiar y comenzar a actuar, para crear y contribuir (objetivos con los que es fácil identificarse), este libro les pedirá a ustedes que renuncien a aspiraciones irreales y que inicien un camino de pasos pequeños y continuos hacia la concreción de metas realizables.

Dejar de lado aspiraciones irrealizables es doloroso. Podrán discutir o enfadarse, pero sigan adelante. Este libro intenta brindarles el conocimiento y las herramientas necesarios para generar cambios que los conduzcan a una vida satisfactoria y plena de sentido, aunque no necesariamente deslumbrante. Aquí está: es posible que esta última frase ya resulte decepcionante…

Este volumen se escribió pensando también en los padres que desean aprender cómo criar niños valientes y activos. Trataré de ofrecerles información y guías para la educación de niños, elementos que no supongan la evitación como estrategia de vida. A los padres de hijos evitadores les explicaré qué es lo que tienen que hacer (y muchas veces qué tienen que dejar de hacer) para ayudar a los hijos. La medida del éxito en la ayuda que se preste a los hijos dependerá del grado y el periodo de evitación, y de la disposición por parte de los padres para adoptar nuevas ideas y formas de comportamiento.

Asimismo, este libro apunta a los terapeutas, puesto que presenta herramientas para el progreso de los procesos de pacientes evitadores y lo hace tomando como base la psicología adleriana y la terapia expresiva y creativa.

Estructura del libro

En la primera parte se explica el fenómeno de la evitación (que siempre está acompañada de sufrimiento mental) de acuerdo con la psicología individual de Adler. En esta sección trataré la evitación como una estrategia para afrontar el miedo al fracaso, presentaré sus causas y formas, sus fuentes culturales, sociales, pedagógicas y psicológicas. Tratará, además, de la relación existente entre la evitación y los objetivos inalcanzables, y la relación entre la evitación y los trastornos mentales comunes.[4]

Por último, haremos un recuento de las pérdidas y las ganancias que comporta la evitación.

La segunda parte está dedicada a la curación, al abandono de la evitación en pro de la acción. En este apartado propondré a los evitadores la vuelta a una vida llena de significado y satisfacción. Este cambio exige comprender la evitación, la relación coste-beneficio, y la elaboración de un plan claro y accesible para crear una dinámica que nos lleve a buen puerto.

En la tercera parte recogeré la orientación para los padres. Les enseñaré a los padres de niños pequeños cómo criar hijos activos, que confíen en sus capacidades, que asuman los riesgos necesarios para crecer y que afronten la vida con una visión optimista. Por último, añadiré una guía para padres de hijos evitadores, necesaria para devolverles a los hijos la responsabilidad sobre su vida.

Como en todo libro de orientación, este formula preguntas para reflexionar y también contiene ejercicios, así como ejemplos de casos concretos. Todos los nombres y datos de los pacientes se han modificado para preservar la intimidad de estos.

Ejemplos de evitación por orden de gravedad

«Debería hacer gimnasia / llevar una vida más saludable / estar más en contacto con mis amigos / reducir el nivel de estrés / ser más paciente con los niños / aprender algo nuevo / volver a tocar música / ordenar las fotos / el armario / la cocina / tirar toda la ropa que ya no es de mi talla / visitar a la abuela / tomarme unas vacaciones de verdad / escribir…», «No estoy haciendo lo que corresponde…», «Haría eso, pero…», «No tengo tiempo, no tengo fuerzas, no tengo dinero, es imposible, no puedo, no sé, no tengo suficiente apoyo, llueve…».

«Hace años que siento que mi sueldo no refleja mis esfuerzos y lo que aporto a la empresa en la que trabajo. Sé que valgo más y estoy decidida a pedir un aumento, pero en todas las reuniones con mi jefa me acobardo y no consigo abordar el tema, me falta valentía para ponerme a buscar un trabajo nuevo». (Mercedes, treinta y dos años).

«Fui una especie de genia precoz, tenía calificaciones que me permitían elegir cualquier profesión. Comencé tres carreras distintas y siempre abandonaba antes de terminar el segundo semestre porque me resultaban aburridas». (Ester, veintisiete años, empleada a tiempo parcial en trabajos transitorios, sus padres la ayudan económicamente).

«Quiero formar una familia, pero no consigo encontrar al amor de mi vida». (Gabriel, treinta años, vive con sus padres y jamás ha tenido ninguna relación de más de unos pocos meses).

«Siempre me dicen que soy muy inteligente, pero por algún motivo no pude estudiar. Trabajo como secretaria en un estudio de contabilidad, pero tengo la sensación de que podría aspirar a más. A mi edad me parece que ya no es algo posible. He asistido a todo tipo de cursos y prácticas, pero nunca he conseguido darles un fin práctico». (Julia, cuarenta y cinco años).

«Vivo en una jaula dorada». (Sergio, treinta y nueve años. Trabaja en una empresa familiar. Recibe un sueldo alto y goza de unas condiciones laborales excelentes, pero por dentro se siente vacío. Le aterroriza pensar en tener que buscar otro trabajo).

«Mi padre falleció muy joven, entre otras razones porque no cuidó su salud. Sé que ha llegado el momento de hacerme una revisión médica completa y por supuesto que tengo que cambiar mis hábitos de vida. Debo hacerlo. Lo haré en el momento en que esté menos ocupado». (David, cuarenta años).

Ejercicio

 

Les propongo que elaboren una lista que contenga todas las evitaciones, las cosas que les gustaría hacer o ser, las metas posibles o deseables… que no hacen nada por alcanzar.

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PRIMERA PARTE

La evitación como estrategia

para preservar la autoestima

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Hoja de ruta de la primera parte

En esta parte del libro explicaré cómo se llega a desarrollar un enfoque evitador en la vida. Primero conoceremos la importancia de la sensación de pertenencia y de estima, y el papel de la evitación para preservarlas en los momentos en que parecen peligrar ante amenazas reales o imaginarias.

La evitación es una opción que está profundamente arraigada en sentimientos de inferioridad. Estos se desarrollan en determinados entornos sociales y culturales que crean la ilusión de que el valor de un ser humano no constituye un hecho independiente y absoluto, sino que está condicionado por el grado de excelencia que se alcanza en ciertas áreas de apreciación que cambian según las épocas. En otras palabras: en las sociedades occidentales actuales, el valor de una persona se mide constantemente; se obtiene o no de acuerdo con la medida del éxito en pruebas y exámenes relevantes. La posibilidad de sentir pertenencia y apreciar el valor de uno de manera incondicional prácticamente no existe. Por lo tanto, es necesario adoptar una concepción alternativa a la de la competitividad: una que promueva la igualdad, la colaboración y la contribución, en lugar de la superioridad, la competición y la victoria.

Asimismo, es preciso explicar la relación entre los sentimientos de inferioridad y las aspiraciones sobredimensionadas que pretenden compensar este sentimiento y que, por el contrario, lo agigantan. Esto se debe a que, desde el momento en que una persona se mide a sí misma en relación con metas irrealizables en lugar de hacerlo conforme a objetivos plausibles y exigencias realistas, jamás podrá sentirse lo bastante buena.

En el resto del capítulo nos familiarizaremos con otros factores del fenómeno de la evitación, tal como los describió Abramson en su artículo «El significado de la neurosis según Adler»:[5] falta de voluntad o imposibilidad de ejercer esfuerzos (como resultado del consentimiento), falta de interés en los demás o en las exigencias de la realidad, y la elaboración de excusas o coartadas destinadas a justificar la no asunción de responsabilidades y obligaciones para con la sociedad.

En ocasiones la necesidad de justificar la evitación genera síntomas mentales como la depresión y la ansiedad. Aprenderemos también acerca de formas sofisticadas de la evitación, como la procrastinación y la vacilación.

Por último, expondré el resultado de coste y beneficio de la evitación, para que nos resulte posible hacer una elección consciente. El conocimiento de los beneficios ocultos de la evitación, más aún que el coste, nos aclarará la razón por la que nos resulta tan difícil volver a enfrentarnos activamente a los desafíos de la vida.

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El origen del miedo al fracaso

Nos volvemos libres cuando dejamos de estar preocupados por nuestros fracasos.

RUDOLF DREIKURS

Acercamiento y evitación

Todos los seres vivos se mueven sobre un eje bidireccional: acercarse o alejarse.[6] Aspiramos a acercarnos a todo lo que nos ayuda a sobrevivir, que nos proporciona seguridad y placer; por otro lado, todos intentamos alejarnos del peligro, del dolor o de las pérdidas. Cuando un ser vivo debe elegir entre la consecución de una meta y la evitación de un peligro, en la mayoría de los casos esta última es la opción que se impone. Conservar la vida resulta mucho más prioritario que obtener una recompensa, placer o reproducirse. En el caso de los animales el arco de posibilidades es ciertamente muy reducido.

En los seres humanos aparece el mismo mecanismo, pero, a diferencia de los animales, los hombres se enfrentan, en general, a situaciones más diversas, y la mayoría de las veces no tan críticas, en las que deben optar entre aproximarse o evadirse. Los momentos de peligro, así como las instancias de deseo, son mucho más complejos. El ser humano aspira a alcanzar otros objetivos, además de seguridad, alimentación, pareja y procreación. Por ejemplo: amor, amistad, intimidad, sensación de pertenencia, sensación de capacidad, autonomía, estatus, éxito, reconocimiento, valoración, espiritualidad, libertad, autorrealización, etc. Asimismo, en comparación con los animales, el ser humano tiene mucho más que perder.

Los animales pueden pagar con la vida cuando asumen determinados riesgos, como en los enfrentamientos por el liderazgo de la manada o en la búsqueda de alimentos en áreas donde merodean depredadores. El precio que los seres humanos deben pagar por sus errores es en general mucho menor y va desde una herida emocional a la pérdida de tiempo o dinero. Cuando una persona tiene grandes aspiraciones, debe pagar, además, una cuota adicional de dolor: pérdida de autoestima o humillación.

Aunque puede parecer que los seres humanos salen ganando en cuanto a lo que arriesgan con sus elecciones, dado que rara vez les cuestan la vida, esto no es del todo exacto. Al fracasar, una persona puede sentirse indigna o percibir que su vida carece de valor. Estos pensamientos son los que afloran en frases como «quería morirme» o «deseaba que la tierra me tragara», muchas veces dichas después de haber cometido algún error. Aunque no hubiera ningún peligro o aunque el error no se castigara con pena de muerte, mucha gente, tras un fracaso, duda de su derecho a estar viva.

El nexo entre el fracaso y la pérdida de la autoestima

De acuerdo con la concepción adleriana, toda persona aspira a ser parte de la sociedad. La pertenencia es la sensación de que tenemos un lugar, la certeza de que nos valoran, nos quieren y somos necesarios de manera que nos posibilita el acercamiento social y da sentido a nuestra existencia. El ansia de pertenencia es el origen de la motivación de las personas para acercarse o evadirse. Todo pensamiento, conducta o sentimiento refleja las estrategias personales que cada persona elige para sí en función de esta sensación de pertenencia y de valor.

«Nulo», «fracasado», «idiota», «imbécil»: este es un pequeño muestrario de las palabras que muchos usamos para definir a alguien cuando fracasa, incluso a nosotros mismos. Los sentimientos que sobrevienen después de un fracaso pueden ser vergüenza, humillación, dolor, culpa, afrenta o miedo. Las reacciones más comunes después de haber cometido un error van desde atrincherarse y autojustificarse hasta la excesiva cautela, la incomunicación y la huida.

Recuerden por un momento algún error que hayan cometido últimamente. Cuando sucedió, ¿qué fue lo primero que pensaron? ¿Fue algo como «vaya, me equivoqué», «qué interesante, no esperaba este resultado» o «no le presté atención a este dato»? ¿O los pensamientos fueron más en el estilo de «qué imbécil, ¿cómo no le contesté?», «qué idiota, ¿cómo pude ignorar ese dato?» o «¿en qué estaba pensando?»?

¿Qué fue lo que sintieron? ¿Fue una compasión inmediata y amor por ustedes mismos o incomodidad, vergüenza y miedo? ¿Qué hicieron? ¿Intentaron comprender rápidamente qué había salido mal e intentaron ponerle solución, o necesitaron tomarse un tiempo para reconstruir la autoestima rota?

Los errores y los fracasos son fenómenos frecuentes e inevitables, pues somos seres imperfectos. Así, se plantea la pregunta: ¿cómo es posible que el fracaso sea el origen de tanta miseria y demérito, de pérdida de la confianza personal, y que genere tanta ansiedad? La respuesta a esta pregunta reside en el significado que la mayoría le otorga al fracaso: un indicio e incluso una prueba de nuestro poco valor. Si el fracaso es una prueba de nuestra inferioridad, es natural que hagamos cuanto esté a nuestro alcance para evitarlo, de modo que nuestra sensación de no valer nada no quede expuesta ante los demás o ante nosotros mismos.

Dado que los errores son fenómenos cotidianos en la vida y nadie está exento de ellos, deberíamos haber aprendido a considerarlos normales y esperables. De este modo podríamos, sin perder la tranquilidad ni el ánimo, dedicar los recursos emocionales y físicos necesarios a la corrección y al aprendizaje, que son las dos acciones útiles que deberíamos poner a funcionar tras haber cometido un error. Qué agradable sería si simplemente pudiéramos contemplar la situación con curiosidad, tratar de comprender qué fue lo que no funcionó, extraer conclusiones, corregir el rumbo o reparar los daños en la medida de lo posible. Es decir: asumir la responsabilidad y esforzarnos por no cometer de nuevo el mismo error.

¿Por qué esto no resulta en absoluto sencillo? ¿Por qué sentimos vergüenza y miedo cuando cometemos errores? La respuesta es que en esta sociedad tanto el fracaso como el éxito definen el valor de una persona, en lugar de describir la calidad de sus actos en una situación determinada. Un ejemplo de esto es la forma en la que evaluamos a los alumnos en el sistema educativo. ¿Qué significan las calificaciones que se dan en los institutos de enseñanza? La idea original era tener una herramienta sencilla para evaluar el grado de comprensión de las materias de estudio por parte de los alumnos y usarla para mejorar los métodos pedagógicos. Pero las calificaciones perdieron este matiz hace mucho y tanto los alumnos como los padres o los docentes las ven como una medida para determinar, de manera fija, la capacidad o la inteligencia de los primeros.

Ran, un estudiante de psicoterapia del Instituto Adler de Israel, cuenta que, cuando cursaba el cuarto grado, su padre lo acompañó a una reunión de padres en la escuela. Decepcionada, la maestra informó al padre de que su hijo había sacado una nota de cinco en matemáticas. El padre lo miró con orgullo y una sonrisa de amor, y, sin una gota de cinismo, le dijo: «Entonces ya te sabes el cincuenta por ciento de la materia». Para Ran aquello fue una experiencia transformadora. Entendió que el aprendizaje es un proceso escalonado y acumulativo, y que él había llegado a la mitad del camino. Comprendió que su valía estaba asegurada, que no dependía del éxito y que si en la vida hay algo importante es la disposición a seguir esforzándose y a aprender a pesar de las dificultades: la voluntad de completar lo que falta.

Por desgracia, la reacción del padre de Ran no es la más frecuente y es muy distinta de las de los padres y docentes. Las reac­ciones que los niños oyen con mayor frecuencia se parecen más a «No te has esforzado suficiente» (por lo que el alumno puede llegar a pensar que es un holgazán), «¿Qué puede ser tan difícil en matemáticas de cuarto?» (por lo que una alumna podrá creer que es tonta), «Esto es lo que ocurre cuando pasas todo el día jugando con la consola» (con lo que un niño puede concluir que no es digno de confianza).

En esta sociedad competitiva casi todas las acciones se califican o valoran de un modo u otro. Por eso, cualquier acto puede ser un examen y cualquier calificación una medida de la valía propia. Por eso todos los fracasos, aunque no sean fatales, se viven como humillaciones y generan un profundo dolor. A la decepción o la tristeza derivados de un rechazo, de un despido, de una traición, una separación o una enfermedad se suma al dolor, mucho más hiriente, de un profundo golpe en la autoes­tima. El próximo ejemplo describe cómo una situación que resulta incontrolable puede ocasionar una merma en la autoestima.

Olga, de treinta y ocho años, había pasado por una larga serie de tratamientos de fertilidad. Después de un intento de gestación fallido, le dijo a su terapeuta que lo que más le dolía era su fracaso como mujer. ¿Cómo es posible que la tristeza a raíz de un embarazo frustrado cuando hay tanto deseo por un hijo no sea lo más doloroso? ¿No es suficiente? Olga, como cualquier otra mujer, no tiene control sobre su aparato reproductor. ¿Cómo puede ser ella un fracaso? En otra ocasión, tras una ovulación particularmente excepcional, se sintió muy orgullosa. Todos la felicitaron y le dijeron que era una campeona. En este caso se plantea la pregunta inversa: ¿Cómo es posible que la ovulación, un fenómeno que ella no controla, pueda elevar de tal manera su autoestima?

Estamos acostumbrados a definir a los demás, y también a nosotros mismos, conforme a nuestros éxitos y, más aún, a nuestros fracasos. Por eso nos resulta difícil ver lo absurdo que resulta valorar o depreciar fenómenos o características innatos o que escapan a nuestro control. El ejemplo anterior apunta a la dimensión del drama que se genera cuando establecemos una correlación entre el valor de una persona y sus incapacidades o sus fracasos. Esta correlación tiene una influencia destructiva sobre nuestra experiencia emocional y sobre nuestras elecciones, decisiones y actos, o, en una palabra, sobre nuestra motivación.

Ejercicio

 

La próxima vez que cometan un error los invito a decirse a ustedes mismos frases estimulantes o comprensivas y a perdonarse por haber sido imperfectos. Después pueden sacar conclusiones: qué han aprendido del hecho en sí. Una reacción estimulante tras cometer un error establece una diferencia entre un hecho que debe ser corregido o mejorado y el valor intrínseco del ser humano. Este valor no puede ponerse en duda, ni siquiera tras una equivocación.

El origen del miedo al fracaso

Casi todos hemos aprendido a temer al fracaso. Pero ¿dónde lo hemos aprendido?

Cuando un bebé da sus primeros pasos, tropieza y cae una y otra vez. La reacción de los adultos ante estas caídas consiste, en general, en aliento y consuelos: «no pasa nada», «inténtalo otra vez», «vamos, tú puedes», «aúpa». El tono con el que se pronuncian estos mensajes es amistoso y optimista. Nadie se burla de ninguna performance mediocre, nadie se enfada ni se decepciona, nadie dice «por lo visto, si eres incapaz de ponerte de pie sobre ambas piernas, eres un completo imbécil».

Al poco tiempo, sin embargo, cuando el niño ya tiene alrededor de dos años, la reacción de los adultos ante las «caídas» cambia. Nos enfadamos cuando el niño rompe algo o lo ensucia. Podemos gritarle a la niña que tropieza y se cae: «¡Te he dicho que no corras!». Más tarde, en la escuela primaria podemos encontrar padres o maestras que opinen sobre una niña «no es muy buena para las ciencias» o de un niño «no tiene coordinación» o «no tiene oído musical». Estas afirmaciones son tan ridículas como decirle a un bebé que da sus primeros pasos: «Esto no se te da bien, será mejor que vuelvas a gatear». Pero en una sociedad como la nuestra estas expresiones no suenan desmesuradas ni provocan asombro o despiertan la oposición de quienes las oyen.

¿Qué diferencia a un bebé que se pone de pie decenas de veces tras caer otras tantas, hasta que al fin logra caminar, de un niño de quinto grado que renuncia a sus aspiraciones académicas? La diferencia radica en que al llegar a quinto el niño ya ha interiorizado el significado del término «fracaso». El coraje natural de los bebés cuando intentan andar, la capacidad para caerse y aun así levantarse de nuevo comienza a decrecer a los dos años, a raíz de experiencias en las que los adultos reaccionan de modo crítico ante errores, caídas o fracasos.

Es probable que hayan notado que cuando se les grita a los niños por primera vez se quedan perplejos, congelados. Están sorprendidos, tienen miedo y sienten incluso vergüenza, están ofendidos o enfadados. Creo que en esos momentos se genera en la consciencia y en el espíritu del niño la correlación definitiva entre fracaso y la pérdida de amor, de pertenencia y estima. Que yo fracase significa que no valgo suficiente, que hay algo mal en mí. Cuando se establece este nexo entre fracaso y pérdida de la estima, comenzamos a sentir recelo ante esta experiencia cotidiana e inevitable: el fracaso se transforma en algo terrible que es necesario eludir.

¿Qué hace que una persona ponga en duda su propia valía, que sienta que su lugar en el mundo está en peligro? La respuesta a este interrogante radica en que los padres, a pesar de sentir por los hijos un amor incondicional, transmiten con suma claridad, en palabras y en gestos, cuándo están satisfechos con la conducta o las elecciones de los niños y cuándo no. Los niños son incapaces de diferenciar entre la aprobación o el rechazo de alguna de sus elecciones o conductas y la aprobación o el rechazo de ellos mismos. No pueden comprender que, incluso cuando los padres se enfadan, los aman con el corazón, porque en esos momentos son incapaces de ver o de sentir ese amor.

Los padres que se sienten complacidos con la conducta de los hijos sonríen, abrazan, les cuentan a los demás qué cosas extraordinarias hacen sus hijos, los elogian. Los insatisfechos, por el contrario, fruncen las cejas y alzan la voz, llaman a su hijo por su nombre completo y no por su apodo cariñoso, le dedican calificativos despectivos, lo amenazan con el dedo índice, etc.

Las reacciones de desagrado ante las conductas negativas no solo son naturales, sino que también son correctas. Es la forma mediante la cual se les manifiesta a los hijos cuáles son las exigencias de la sociedad y de la cultura. Así, los niños aprenden qué es correcto y qué no, qué se permite y qué se prohíbe, qué resulta deseable o aceptable y qué inaceptable o indeseado.

Una vez vi por televisión un anuncio en el que un niño, de visita en la casa de un amigo, no tiene mejor idea que pintar en las paredes. La dueña de la casa reacciona y protesta enérgicamente, pero la madre del niño corre a acallar las quejas ante la posibilidad de que, ¡Dios nos libre!, la creatividad y el talento del niño genio se vean afectados, mientras lo anima a seguir: «¡Qué dibujos más bonitos!». Esa no es una respuesta coherente frente a un niño que pinta en las paredes, por muy artístico que resulte.

En un mundo ideal la reacción de los padres perfectos habría sido acercarse al niño rápidamente y a la vez con mucha calma, pertrechados con hojas de papel, para alejarlo con suavidad de la pared y explicarle con firmeza y amabilidad: «Nosotros solo pintamos en hojas de papel». Una vez que el niño hubiera terminado su creación sobre el papel, le habrían dicho: «¡Qué dibujo más bonito! Ven, ahora vamos a limpiar juntos esta pared».

Pero el mundo no es perfecto y la reacción normal de los padres normales, nosotros, es proferir un grito de alerta que refleja ira y decepción, y luego alejar al niño de la pared de un modo que seguramente no será el más suave posible, al tiempo que se le arranca el rotulador de las manos. Si no es la primera vez que esto sucede y los padres creen que el niño lo hace adrede, la reacción será aún más enérgica.

La doctrina adleriana sostiene que a partir de múltiples experiencias los niños llegan a conclusiones acerca del mundo, de la vida y de ellos mismos. De hecho, desde el nacimiento los niños comienzan a consolidar una concepción inconsciente y preverbal del mundo. A eso se refería Adler cuando dijo que el ser humano sabe más que lo que comprende. Las conclusiones a las que el niño llega en su primera niñez se transforman en la lente a través de la cual se ve a sí mismo y contempla el mundo.

Las experiencias de la infancia malas o desagradables influyen más que las buenas en el aprendizaje de los niños. La razón estriba en que la prioridad del ser humano es su propia subsistencia, por lo que debe asimilar lo más rápido posible qué lo pone en peligro y cómo evitar las amenazas.

Todas esas conclusiones se forman a través de la experiencia personal de un individuo, de un niño, en su interacción con un grupo reducido de personas, sus familiares. A pesar de eso, vivimos la vida como si esas conclusiones subjetivas que alcanzamos en la niñez fueran verdades objetivas y aceptadas por todos. Daniel Kahneman, en su libro Pensar rápido, pensar despacio, explica que cuando una persona piensa que sus ideas reflejan la verdad tiende a prestar atención y a creer los asertos que apoyan su propia opinión. Por ejemplo, un niño que piensa que sus padres quieren más a su hermana que a él se fijará en todo lo que ella reciba y de ello concluirá que ella es la preferida. No se dará cuenta de los momentos en los que él reciba cosas que ella no.

Los términos del afecto

El sentido de pertenencia es importante a lo largo de toda la vida, pero en el transcurso de la niñez es un asunto de vida o muerte. La existencia física del bebé depende de la conexión con los padres o con quien lo cuide y proteja. Por lo tanto, entre todas las conclusiones que un niño forma en sus primeros años, la más importante y significativa es «qué es lo que va a asegurar mi pertenencia». En otras palabras, qué condiciones deben cumplirse para que pueda sentir pertenencia y valor.

Toda persona aprende, en sus años tempranos, quién debe ser y qué debe hacer o no para conservar un lugar en el mundo. A partir del momento en que estas conclusiones se consolidan, siente pertenencia y aprecio solo cuando estas condiciones se cumplen. Las condiciones que cada persona se plantea para sí misma pueden ser amplias o estrechas, flexibles o estrictas.

Por ejemplo, un niño puede desarrollar la creencia de que tendrá un sitio y lo valorarán solo si tiene éxito en los estudios. Estas creencias, valgo en tanto que soy un buen alumno, están ampliamente difundidas en la sociedad occidental, que ve en la educación un valor fundamental. Los padres tienden a mostrar satisfacción cuando a los niños les va bien o se esfuerzan en los estudios, y expresan disgusto cuando sus hijos no prestan la debida atención en el colegio o fracasan. Además, es posible que para un niño determinado el significado de «ser buen alumno» sea no fracasar, mientras que para otro será «ser el mejor».

Descripción de un caso

 

A la edad de veinticinco años, Lili se puso en contacto conmigo con vistas a un tratamiento. Sufría una ansiedad intensa y caía en pensamientos y actos obsesivos. Antes de hablar conmigo estos síntomas se habían intensificado, pese a que recibía medicación que los aliviaba, aunque no los eliminaba. Su principal miedo era fracasar en los estudios. ¿En qué consistía, según ella, el fracaso? En recibir una calificación inferior a diez. Lili me contó un recuerdo de su niñez, cuando estaba en primero: la maestra les envió a los padres una nota negativa en relación con una tarea. Ambos padres, por separado y sin haberlo convenido antes entre ellos, reaccionaron ante el suceso con críticas y decepción.

Por lo general, un suceso puntual no influye sobre toda una vida, pero ese recuerdo representa con exactitud el aprendizaje de Lili, una conclusión a la que había llegado de pequeña a través de varias experiencias. Lili pautaba para sí misma condiciones de pertenencia y consideración que exigían la máxima excelencia. Había aprendido que no podía sacar malas notas y que ni siquiera se le permitía equivocarse. A partir de ahí, su decisión fue la de esforzarse al máximo en los estudios. Naturalmente, habría podido llegar a distintas conclusiones, como por ejemplo que no valía la pena esforzarse en estudiar, dado que, de cualquier modo, nunca llegaría a destacar, y así, si no se esforzaba, nadie podría llegar a saber si ella era inteligente o no.

Cuando comenzó el tratamiento no se mostró dispuesta a analizar estas condiciones autoimpuestas. Lo que buscaba con todas sus fuerzas era cumplir con ellas. De mí pretendía una sola cosa: que le diera consejos que la ayudaran a obtener calificaciones sobresalientes en cada examen y en cada presentación. Me visitaba cada cierto tiempo para hacer una serie de sesiones, en los momentos en que fracasaba (esto es: recibía una calificación menor a sobresaliente) o cuando el nivel de angustia le resultaba ya insoportable. Pasaron varios años hasta que estuvo dispuesta a aceptar un cambio en su postura: que su valor como persona no depende de sus calificaciones y que el objetivo de sus estudios no es sobresalir, sino incorporar conocimientos y destrezas, y lo que no es menos importante: disfrutar de su vida estudiantil con sus compañeros de la facultad.

Abramson se dio cuenta de que hay dos razones que llevan a que una persona se plantee un tratamiento: el fracaso en el cumplimiento de sus propias condiciones de pertenencia o el precio excesivo que deben pagar para cumplirlas. Lili había llegado al tratamiento por ambas razones. La mayoría de las veces obtenía las calificaciones que deseaba, pero no siempre. Pero aun cuando lograba su objetivo y obtenía la puntuación más alta, el precio que pagaba por la excelencia era excesivo: vivía en un estado de ansiedad permanente y solo en muy contadas ocasiones podía disfrutar de sus estudios o sentir alegría. Se sentía sola, pues no tenía tiempo para hacer amigos y se avergonzaba de sus ataques de ira, que habían dañado a su propia familia. En los momentos en que Lili optaba por la evitación, en lugar de obligarse a ser siempre perfecta, tampoco se sentía mejor. En ambos casos su autoestima bajaba de forma considerable.

El gran escape

En uno de los capítulos de Los Simpson, el niño, Bart, vuelve a casa del colegio y le enseña a su padre las notas. Homer, el padre, las mir

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